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Las relaciones dentro de un sistema
de partidos se manifiestan como oposición, coexistencia
o competición, en función de la distancia interpartidaria
en los ejes de conflicto principales y la relativa coincidencia
de los «territorios de caza» de los partidos.
Si la distancia ideológica en los ejes
principales derecha/izquierda y, en nuestro caso, principalmente
en el eje independentista/centralista es muy grande,
los territorios de caza donde cada partido intenta capturar
sus votos no se solapan y la relaciones suelen ser de
oposición. En este supuesto, a nivel electoral no hay
compe- tencia real, sino enfrentamiento entre compartimentos
estancos, y en la práctica institucional sólo son posibles
coincidencias puntuales en negativo. Es evidente que
entre el PP y EH es ese el tipo de interacción principal.
Ambos se alegran de la derrota mutua, único consuelo
en la noche del domingo.
La relación de coexistencia se produce
cuando siendo reducida la distancia ideológica en los
ejes principales, los territorios de caza de los partidos
no coinciden, ya por especialización electoral (caso
de PP y UA), ya, preferiblemente, por divergencias en
la socialización política de los votantes respectivos
que impiden, salvo situaciones extremas, una fácil transferencia
de votos entre los partidos que coexisten. Es el caso
de las relaciones tradicionales entre PNV y EA, o entre
PSE y PNV, o como hemos visto el domingo, salvo porcentajes
mínimos, entre EH e IU. Estas relaciones de coexistencia
favorecen los acuerdos de gobierno con reparto de parcelas
institucionales, coaliciones «transversales» o confluencias
o fusiones partidarias.
La relación de competencia se produce
cuando las distancias ideológicas entre los partidos
no son muy grandes y el territorio de caza coincide
en gran medida. La relación de competencia es la principal
en situaciones políticas normalizadas en las que los
partidos gobernantes funcionan como partidos «atrapalotodo»
en un régimen de cuasi-alternancia. Pero son también
relaciones importantes en elecciones «preconstituyentes»
como las del domingo.
La primera competencia. En estas elecciones
el primer nivel de competencia se ha producido entre
el PSE y el PP, indistinguibles ideológicamente pero
envueltos en el viejo dilema entre original y copia
que siempre lleva al elector a elegir el original, es
decir, el PP, en detrimento de la copia. Salvo el curioso
voto de castigo a los populares en Araba y la transferencia
inversa de votos, ésa es la principal razón del estancamiento
a la baja del PSE (un escaño menos) con índices de participación
«a la generala», otrora muy favorables. Parece mentira
que el PSE, con politólogos tan listos en nómina, haya
creído en la milonga del sorpasso al nacionalismo vasco
y se haya dejado engatusar por el melifluo Mayor. Es
cierto que en los últimos días de campaña los más avispados
han recordado las virtudes de la coexistencia PNV-PSE,
y que una vez olvidado «el necesario correctivo democrático»
al PNV los socialistas volverán rápido al camelo consociativo:
renuncia tú a tus dogmas, la independencia, que yo no
renuncio a los míos, la unidad de España. Por eso no
es descartable que el PSE, tras una leve autocrítica
muy poco redonda, pretenda lanzarse nuevamente en los
brazos del PNV. Todo sea por no alejarse del poder,
de cualquier poder.
La segunda competencia. A pesar de sus
distancias en el eje nacional, y al margen de su bolsa
de votos tradicionales, el PNV y el PP compiten en el
territorio de caza del voto «apolítico», conservador
sin etiquetas. ¿Por qué ha ganado el PNV?, o mejor,
¿por qué no ha ganado Mayor?
Si la mayoría de la sociedad vasca quiere
cambiar no es precisamente en el sentido que propugna
Mayor. Las encuestas repiten que la parte de la sociedad
vasca que desea más autogobierno es ampliamente mayoritaria
y que la independencia es una opción todavía minoritaria
pero creciente, incluso entre las filas de los entusiastas
que aplaudieron a Ibarretxe en la noche electoral. Es
decir, que la tendencia de fondo en la sociedad vasca
no es menos poder y más sujeción a España, sino más
libertad y autogobierno. Mientras tanto, el PP, como
Sanz en Navarra, en el mejor estilo autoritario pretende
ahogar con involuciones jurídicas un deseo político
insatisfecho creciente. Es ese viejo tic carca (vieja
palabra rediviva) que incapaz de seguir el ritmo de
la historia, pretende acogotar con el BOE las demandas
populares; nacionales o sociales.
En segundo lugar, al margen de sentimientos
nacionalistas que siguen siendo mayoritarios (el reparto
con- tinúa siendo de 60/40), la gente no nacionalista
vasca, además de creer en la antigua ecuación de que
más autogobierno es sinónimo de paz, ha apreciado la
gestión nacionalista de un comunidad con tasas relativas
de bienestar muy altas. En estas elecciones el voto
conservador no era el de Mayor sino el de Ibarretxe.
El voto apolítico se ha dirigido a EAJ-EA, porque más
que los mensajes apocalípticos de los tertulianos madrileños,
ha apreciado la calidad de Osakidetza. Y esto vale tanto
para el PP como para el PSE de la margen izquierda.
La tercera competencia. Esa relación
de competencia, dirimida por la utilidad, se ha producido
también entre PNV y EH. Es evidente que una parte del
voto abertzale independentista ha optado por una barrera
defensiva más eficaz y sólida, la de EAJ-EA. Por si
acaso, la llave se le han dado al PNV antes de la investidura.
Un caballo de Troya independentista y crítico con ETA
que intranquilizará sin duda a los michelines, y condicionará
un poco su victoria. Pero sin negar las consecuencias
de una situación de emergencia nacional, conviene valorar
en su medida el voto de castigo a una respuesta quizás
inadecuada al fin de la tregua, y obrar en consecuencia.
Al margen de las explicaciones derivadas
del trasvase de votos, no podemos olvidar que la confianza
otorgada a Ibarretxe está imbricada en un proceso político
no normalizado, que se resuelve en la opción entre involución,
reforma o ruptura del sistema vigente. ¿Qué ha ocurrido
en esta dimensión? La sociedad vasca desea un cambio,
y no precisamente el que propugnaban PP y PSE. Un cambio
que, como en el 77, se resume en traer la democracia
(dar la palabra al pueblo vasco) y la paz a Euskal Herria.
Un cambio sustentado en una amplísima mayoría que desea
autodeterminarse políticamente. No caben gobiernos de
gestión como los de Ardanza. No caben acuerdos transversales
«entre demócratas». Ese discurso ha quedado superado
por los resultados.
Como ocurrió con las mayorías minoritarias
de la UCD de Suárez en la elecciones españolas del 77
y 79, el nacionalismo moderado ha obtenido la confianza
del electorado para dirigir un cambio tranquilo, una
transición con equilibrios y apoyos alternativos no
estables que permitan implicar a españolistas e independentistas
en un proceso que al menos en las tres provincias lleve
al ejercicio más o menos maquillado «constitucionalmente»
del derecho de autodeterminación. Para ello, el PNV
y EA no podrán buscar acuerdos de coalición estables
con el PSE, que conllevarían la oposición radical y
el veto de la izquierda abertzale, pero tampoco será
fácil un nuevo acuerdo como el del 98, salvo que una
vez evitado el peligro de pérdida de la hegemonía en
el campo abertzale, el PNV se sienta más dueño de la
situación. Basta con atender a los resultados en Gipuzkoa.
En este sentido, aunque no haya acuerdos abertzales
amplios, el PNV y EA no debieran pensar que un proceso
únicamente vascongado, por mucho que se base en el ejercicio
real del derecho de autodeterminación, pueda dar por
finiquitado un ciclo de reivindicación en el que la
territorialidad se ha convertido en el eje principal
del movimiento independentista. De ahí que la coordinación
del proceso vascongado con Udalbiltza sea esencial para
una construcción nacional pausada, tranquila y eficaz.
En esta situación, un gobierno abertzale
«conductor de proceso» como el de la UCD, sin propuestas
políticas claras y preestablecidas, salvo las relativas
a los principios o la metodología a seguir en la resolución
del conflicto (no violencia, diálogo y autodeterminación)
es la caracterización más probable de un acuerdo PNV-EA
con la colaboración externa de IU. Ese acuerdo se verá
facilitado con la asesoría técnicodiscursiva del pacifismo
inteligente, una vez sumidos en el más absoluto de los
ridículos los neopacifistas energúmenos liderados por
Savater.
Hoy, la solución basada en la tan manida
transversalidad pasa paradójicamente por un gobierno
«políticamente correcto», casi neutro, sin opciones
transversales cerradas que impidan una gestión adecuada
de un cambio asentado en la paz, el diálogo y la autodeterminación.
Sin condiciones ni límites previos, y sin olvidar quién
es el sujeto titular del derecho, Euskal Herria, aunque
la voluntad se exprese diferenciadamente.
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