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En política hay una cosa
más grave que fabricar y poner en circulación
mentiras, y es que sus propios creadores las interioricen.
A lo largo del pasado bienio, y especialmente en los
últimos meses, el Partido Popular ha reciclado
los fantasmas, las obsesiones y los miedos más
rancios de la España eterna para construir con
ellos un monstruo de varias cabezas; a saber: el tripartito
catalán, totalitario y liberticida; Convergència
i Unió, separatista y antiespañola; el
Estatuto infernal y opresor que desgarra la piel de
toro; La Caixa, rapaz y ventajista, sedienta de botín;
la lengua castellana, sofocada y perseguida en Cataluña,
etcétera.
Hoy resulta ya irrelevante si,
en el momento de urdir y dar alas a tales clichés,
sus progenitores -los Rajoy, Acebes, Zaplana, asesores
y corifeos- los sabían falsos o los creían
en alguna medida ciertos. Lo que cuenta es que, repetidos
y glosados durante meses por una poderosa organización
política con todos sus tentáculos, voceados
y jaleados desde una formidable orquesta mediática,
esos tópicos falaces son ahora mismo dogma de
fe, verdad revelada, para la militancia del PP y para
amplios sectores de la opinión española.
¡Si hasta una dirigente tan seria y rigurosa como
Loyola de Palacio recita el latiguillo de que en Cataluña
reinan "la censura o la autocensura"! Basta,
por otra parte, seguir con atención los ecos
de la recogida de firmas en curso para calibrar la magnitud
de la amalgama que la derecha ha conseguido instalar
en millones de conciencias: muchos españoles
bienintencionados no saben demasiado si estampan su
rúbrica contra el Estatuto, contra Barcelona,
contra la devolución de los papeles de
Salamanca, contra la OPA o contra esos catalanes que
se quieren quedar con todo...
El caso es que la táctica
del Partido Popular ha cosechado un éxito rotundo,
de modo que hoy media España está más
o menos convencida de que Pasqual Maragall es un émulo
de Pol Pot, de que el Estatuto es -según palabras
de don Mariano Rajoy- "una pesadilla y una tropelía",
de que los catalanes gimen bajo una inquisición
lingüística que acecha en los patios de
las escuelas, en las barras de los bares y en los vagones
del metro, a la caza y captura del desdichado castellanohablante.
Pero este éxito de los métodos goebbelsianos
-ya saben: una mentira repetida mil veces...- tiene
también su cruz, y es que el PP ha quedado prisionero
del monstruo de cartón piedra que él mismo
fabricó.
En efecto, una vez que has persuadido
a millones de compatriotas de que el Estatuto es intrínsecamente
malo, "una monstruosidad" destinada a "la
disolución de España", ¿cómo
te echas atrás, por mucho que el pacto Zapatero-Mas
haya limado ya numerosas aristas y que las habilidades
de Alfonso Guerra vayan a rebajar algunas más?
Después de haber dado pábulo desde la
FAES a la idea de que el nuevo texto estatutario instaurará
una economía de tipo norcoreano y legalizará
la poligamia, ¿cómo puedes conformarte
con las enmiendas introducidas por Convergència
i Unió, tu antiguo socio liberal, al que ahora
consideras una banda de radicales y fundamentalistas?
Cautivo de su propia y eficaz demagogia, el Partido
Popular no puede, en la comisión constitucional,
más que oponerse a todo y rechazar cualquier
transacción: su única apuesta es a que
salte la banca y se queme el casino.
Trasladada al ámbito catalán,
la situación de las huestes de Rajoy sufre aún
más dramáticamente las hipotecas de su
discurso apocalíptico. Ya sea por elemental cordura
política o por mero contacto con la realidad,
Josep Piqué osa de vez en cuando proclamar alguna
evidencia: que, si el artículo 1 del nuevo Estatuto
queda más o menos como estaba en el texto de
1979, "sería incomprensible" no votarlo
a favor; que en Cataluña no hay persecución
lingüística contra el castellano; que el
nacionalismo convergente no debía de ser tan
funesto cuando, en 1996, sirvió de escabel para
que Aznar alcanzase La Moncloa... ¿Y qué
respuestas cosecha? Pues Eduardo Zaplana le replica:
"Votaremos en contra de todo el texto del Estatuto
catalán"; Rajoy, en Barcelona, equipara
la posición actual del castellano en Cataluña
con la del catalán bajo Franco, y mientras desde
el PP del País Vasco le acusan de "devaneos
nacionalistas", la crema de los opinadores afines
a la derecha tacha abiertamente a Piqué de saboteador,
de díscolo, de desleal, de tibio o de necio...,
sin concederle siquiera el derecho a la réplica:
Federico Jiménez Losantos lleva siete meses negándose
a entrevistar al líder del PP catalán
-a quien pone a caldo cada día- en su programa
radiofónico matinal.
Pero no personalicemos la cuestión:
Josep Piqué ya es lo bastante mayorcito para
saber por qué y hasta cuándo quiere o
le interesa aguantar los denuestos de correligionarios
y afines, o soportar humillaciones públicas como
las que sufrió in absentia durante el mitin de
Convivencia Cívica Catalana del pasado día
4. El problema del PP de Cataluña es otro, y
podría expresarse así: suponiendo que
se tomara en serio los mensajes catastrofistas procedentes
de Madrid -el Estatuto totalitario, la dictadura lingüística,
la opinión amordazada...-, ¿qué
respuesta política debería dar a ellos?
¿El pase a la clandestinidad, la desobediencia
civil masiva, la resistencia guerrillera...? Piqué,
que conoce la diferencia entre recoger firmas en Cádiz
y decir en Barcelona cosas inverosímiles incluso
para los socios del Círculo Ecuestre, rehúye
o rebaja el tremendismo oficial de su partido, y ello
le convierte en un traidor. Pero supongamos que, barrido
Piqué y reentronizado Vidal-Quadras, el PP catalán
se lanzase a la demagogia desbocada, a la agitación
callejera, a promover el conflicto social alrededor
de la lengua... ¿De qué le serviría
alcanzar con ello el 15%, el 17%, hasta el 20% de los
votos? ¿Para aliarse con quién, después
de haber incinerado cualquier posibilidad de pacto?
Incluso cuando tienen éxito,
las mentiras -las grandes mentiras- políticas
son un arma de doble filo.
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