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El deber
de votar (La Nueva Rioja, 18 de febrer
de 1979)
Toda sociedad democrática se
caracteriza, entre otras cosas, por un reconocimiento
generoso y amplio de derechos y libertades para los
ciudadanos que la integran. Ahora bien, cuanto más
grande sea el progreso de una sociedad, cuanto más
altas sean las cotas de civilización que alcance,
mayores serán las obligaciones y deberes cívicos
de sus miembros, en virtud, precisamente de esas libertades
y derechos reconocidos.
Hace años, en un ensayo sobre
los deberes olvidados, afirmaba don Gregorio Marañón
que uno de los problemas principales de nuestro tiempo
consiste en que padecemos una crisis del deber y una
hipertrofia del derecho. ¿No podemos decir hoy
lo mismo? ¿Acaso no sigue siendo uno de los mayores
males de España la falta de una auténtica
y verdadera conciencia pública? Exija el trabajador
sus derechos, pero no olvide el fundamental deber de
trabajar y, sobre todo, no impida que los demás
lo hagan; pidan el funcionario y el profesional mayores
reconocimientos para sus labores, pero trabaje lealmente
el uno al servicio de una Administración eficaz
y cumpla éticamente el otro en el ejercicio de
sus funciones. Inviertan el empresario y el industrial,
pero respeten el medio que les rodea. Así, ¿cuántos
ejemplos podríamos poner?
¿A qué precio?
Pues bien, han bastado dos años
de política llamada de consenso para que nuestra
productividad sea la más baja de Europa, para
que hayamos batido auténticas marcas mundiales
en horas de trabajo perdidas, para tener una Administración
semi-paralizada, para que nadie invierta y cree nuevas
empresa y mejores puestos de trabajo. Se dirá,
y no faltará razón en ello, que la transición
de un régimen autoritario a un sistema democrático
es un sendero lleno de dificultades, que se han ganado
libertades, que se ha elaborado una Constitución
por todos los grupos políticos, etc... etc. Pero
todo esto ¿a qué precio? Hay una enorme
masa de españoles que esperanzados ante el cambio
político se sienten hoy decepcionados y defraudados;
existen zonas del territorio nacional cuyos habitantes
viven amedrentados por terroristas sin control, y, en
cuanto a la Constitución, ¿cuántos
de sus artículos fueron debatidos en el Parlamento
que, cabalmente, existe para eso? ¿Es este el
precio de la democracia? ¿No será más
bien el de una mala gestión de los asuntos públicos?
Nos hemos acostumbrado a las huelgas, al terrorismo,
al asesinato casi diario, a la inseguridad, como a algo
que fuese normal e inevitable, y ello no indica otra
cosa que la salud de nuestra sociedad no es buena, que
nos hemos olvidado otra vez de nuestros deberes.
Todas estas cosas y el desarrollo de
la Constitución entera, con temas tan importantes
como el de la organización territorial de España,
la familia, la enseñanza y tantos otros, deben
hacemos pensar a quienes afrontamos la vida desde una
concepción humanista y cristiana de la misma
que el próximo día uno de marzo, no solamente
debemos ejercitar un derecho, sino cumplir un inexcusable
deber. El deber de votar.
No se olvide que es propio de pueblos
fuertes aceptar las criticas, pero sobre todo es propio
de pueblos inteligentes asimilarlas y meditemos que
todos y cada uno de nosotros debemos afanarnos diariamente
en el cumplimiento de nuestros deberes para ayudar a
construir una verdadera conciencia nacional pública.
La abstención.
La lección de la historia (La Nueva
Rioja, 23 de febrer de 1979)
En menos de dos años, los españoles hemos
sido convocados a las urnas en tres ocasiones. La primera,
con motivo del referéndum sobre la Ley para la
Reforma Política, que supuso de hecho, sea cual
fuese la intención con la que fue elaborada,
la ruptura con la situación política anterior.
La segunda con ocasión de las elecciones del
15 de junio de 1.977, para elegir un Parlamento cuya
función primordial sería, por el ulterior
desarrollo de los acontecimientos, la elaboración
de un nuevo texto constitucional. La última y
reciente convocatoria lo fue para refrendar la Constitución.
Ahora se nos convoca de nuevo, primero para elegir nuevos
diputados y senadores y después para que, renovemos
nuestros municipios. En total, cinco convocatorias en
un periodo muy corto de tiempo. Cabe preguntarse pues,
si no es demasiado equipaje para un pueblo tan poco
acostumbrado al ejercicio del voto.
El desencanto
La política española,
hasta el momento presente, se ha visto regida por compromisos
de los dos partidos mayoritarios, a través del
llamado consenso. Tal situación ha provocado
un efecto fulminante cual es el de la desconfianza de
una enorme masa de españoles en el buen funcionamiento
del sistema democrático, que quedó palpablemente
demostrada en el elevadísimo índice de
abstención que se produjo en el pasado referéndum.
Durante este bienio, en efecto, no ha habido un Parlamento
que merezca tal consideración. Baste pensar al
respecto cómo fueron aprobados en bloque apartados,
artículos, capítulos y títulos
del texto constitucional sin que se desarrollase un
solo debate ante los españoles. Tampoco ha existido
en estos dos años una oposición, salvando
alguna excepción honrosísima y valiente,
tal y como se la contempla en los demás países
democráticos. Y por si todo esto fuera poco,
no ha existido una gestión de los asuntos públicos
capaz de resolver y, en ocasiones, ni tan siquiera de
atenuar, los graves problemas que tiene planteados la
sociedad española actual. Todo este cúmulo
de circunstancias, amén de las agotadoras y desesperantes
campañas publicitarias, como la reciente de la
Constitución, son motivo más que sobrado
para la existencia de una sensación generalizada
de indiferencia y de hastío ante los asuntos
públicos.
Lo que nos jugamos
Ocurre, sin embargo, que en las próximas
elecciones, nos jugamos mucho más que el nombre
del futuro presidente del Gobierno. Tal como está
redactada la Constitución, los españoles
no sabemos si nuestra economía va a ser de libre
mercado o, por el contrario, va a deslizarse por peligrosas
pendientes estatificadoras y socializantes, si vamos
a poder escoger libremente la enseñanza que queremos
dar a nuestros hijos o nos encaminamos hacia la escuela
única, si el derecho a la vida va a ser eficazmente
protegido, sí el desarrollo de las autonomías
va a realizarse con criterios de unidad y solidaridad
o prevalecerán las tendencias gravemente disolventes
agazapadas en el término nacionalidades, y así
un sinfín de transcendentales temas, cuyo desarrollo
dependerá del equilibrio de fuerzas políticas
que surja el próximo día primero de marzo.
En determinadas ocasiones, la abstención puede
estar justificada. Incluso darse el caso de una abstención
beligerante como en el pasado referéndum constitucional.
En estas elecciones, la abstención puede resultar
catastrófica para la democracia y para la sociedad
española entera y verdadera. Piénsese
en las elecciones de Febrero de 1.936, que con un índice
de abstención del 30 %, propiciaron lo que más
tarde se llamó "la primavera trágica",
que no fue, a su vez, sino el preludio de una gran tragedia
nacional. Piensen aquellos que se sienten atraídos
por ideales nuevos y por soluciones moderadas y reformistas,
en los demócratas cristianos chilenos descansando
en Viña del Mar, mientras la izquierda, como
por otra parte nunca dejó de hacer, votaba en
masa y aupaba al poder a Salvador Allende. ¡Cuantas
desventuras podría haberse ahorrado el pueblo
chileno si en aquella ocasión quienes no lo hicieron
hubiesen cumplido con su deber!
No se trata de establecer comparaciones
históricas. Cada pueblo, cada nación,
pasa y vive por circunstancias muy diversas, y lo que
ayer se produjo, hoy resultaría imposible, pero
admítase como implacable lección de la
historia de un pueblo que olvida sus responsabilidades
está condenado a pagar muy caras consecuencias.
Sin duda, las próximas elecciones se encuentran
entre las más importantes de nuestra historia
contemporánea. Todos, absolutamente todos los
principios sobre los que una sociedad debe sustentarse
y regirse, se encuentran pendientes de desarrollo. Demos,
pues, un no rotundo a la abstención.
Vientos que
destruyen (La Nueva Rioja, 9 de maig
de 1979)
Lo peor de todo no son las cosas que pasan. Ni siquiera
son las cosas que van a pasar y que ya se las ve venir
como irremediables. Lo peor de todo es que las recibimos
como un suceso más de nuestra costumbre. Uno
de los más feos síntomas de nuestra democracia
es la capacidad de resignación y de fatalismo
para aguantar la humillante dictadura de los hechos.
Nadie reacciona, nadie quiere caer en la trampa de tomar
una medida, de cumplir un deber preciso, de buscar una
solución a un problema. Esto que antecede lo
escribía Jaime Campmany el pasado 28 de abril.
No es para menos. Los últimos días nos
han vuelto a traer nuestro correspondiente cupo de muertos
y heridos en Madrid, Oñate, Durango y Barcelona.
Han estallado bombas en Madrid, Barcelona, Sevilla y
Valencia. El día 20 una "pacífica"
manifestación ecologista terminaba con barricadas,
incendios y heridos. Graves incidentes ocurrían
el domingo en Villalar de los Comuneros, con motivo
de la celebración del día de Castilla-León.
Un eminente jurista, D. Antonio Pedrol Rius, pedía
la revisión de las disposiciones legales sobre
la legitima defensa habida cuenta del estado de inseguridad
e indefensión en el que viven muchos ciudadanos.
Una generalizada sensación de temor existe no
sólo en las grandes capitales, sino en muchas
otras poblaciones españolas. Piquetes violentos
impiden el ejercicio del derecho al trabajo e imponen
su ley allí donde se produce una huelga. Este
es el balance de cuatro meses: 48 muertos, 130 heridos,
52 atentados, 10 bombas desactivadas, 50 explosiones,
15 ametrallamientos. Pero nadie reacciona. Aquí
ya se sabe que no pasa nada.
Lo que se cuenta
Por desgracia tampoco son apacibles
los vientos que soplan por las tierras de España.
El Ayuntamiento de Zumárraga decide someter a
referéndum la construcción de un nuevo
cuartel de la Guardia Civil. El del Zarauz acusa en
nota pública de violencia a la policía.
El socialista navarro Sr. Arbeloa niega cualquier oposición
suya a la integración de Navarra en Euskadi y
fundamenta su postura, entre otras cosas, en la catalanidad
de las provincias valencianas. Son sólo anécdotas
de la gran tragedia vasca.
Pero para los miles de españoles
del País Vasco ya no hay ni esperanza, ni aliento.
Un triste y fatal velo de indiferencia es todo cuanto
reciben. El Consell del País Valenciano -con
exclusiva asistencia de socialistas y comunistas- decide
en un alarde de pancatalanismo que la bandera valenciana
sea la misma que la de Cataluña. Como si el Reino
de Valencia no hubiera existido jamás. Para no
ser menos, el Partido Comunista de Canarias se manifiesta
en favor de la independencia de las islas y anuncia
que, llegado el momento, tomaría las armas para
conseguirla si ello fuera preciso. El presidente de
la Generalidad de Cataluña, José Tarradellas,
manifiesta con elogiable prudencia y notorio patriotismo
que mientras él sea presidente no se repetirá
un 5 de octubre de 1.934. Pero la citada advertencia
indica que hay fuerzas, y no menguadas, que quisieran
repetir aquella "hazaña". Una auténtica
marea de reivindicaciones regionalistas nos acosan sin
que sepamos a ciencia cierta cuales serán los
limites que hayan de ponerse a las mismas.
No hemos hecho más que
empezar
Pero tampoco basta. Vientos de revancha
son los que parecen traer algunos de los ayuntamientos
recientemente constituidos. El de Guernica aprueba por
unanimidad retirar la medalla de la villa, así
como todos los honores concedidos al anterior Jefe del
Estado -que aunque moleste a muchos gobernó durante
40 años y se llamaba Francisco Franco. Como aún
les parecía poco deciden asimismo exigir responsabilidades
al Gobierno alemán por el bombardeo de la ciudad
ocurrido en 1.937. Hace 42 años. Por el contrario
no especifican a cual de las dos Alemanias exigen las
citadas responsabilidades, porque es bien sabido que
por aquel entonces no había más que una.
En Coslada (Madrid) las calles dedicadas a Franco y
José Antonio lo estarán a partir de ahora
a la Constitución. En Valencia la Plaza del Caudillo
pasará a llamarse del "País Valenciá".
Y no hemos hecho mas que comenzar. Parece que pueden
pasar los años, pero que las costumbres no varían.
En vez de dedicarse a la mejora de sus Municipios, se
dedican a borrar la Historia. ¿Para qué
hacer nuevas calles y plazas? Se les cambia de nombre
y como si fueran nuevas, y en las próximas elecciones,
a repetir.
Cargos a go-go
Pero aún hay más. En plena
crisis económica nos encontramos con el delirio
"carguista". Se crean nuevos Ministerios;
más Secretarías de Estado, cada personaje
destacado tiene ya su adjunto. Y todos con sus correspondientes
equipos. ¿Y quién paga todo esto? Cargos
públicos que anteriormente no gozaban de remuneración
lo son ahora y muy sustancialmente por cierto. Los consejeros
de cualquier ente autonómico o pre-autonómico,
ya sea provisional o definitivo, se señalan cuantiosos
sueldos como primera medida. Y todos con sus correspondientes
equipos. Como buenos españoles deben pensar que
la crisis económica es para los demás.
Aquí no pasa nada.
Dígase que bueno, que muy bien,
que a pesar de todo seguimos caminando, pero ¿a
dónde vamos? Dígase que todo son males
menores de una difícil transición, y será
cierto. Pero, ¿es que vamos a tener la transición
de los mil años? No parece sino que mientras
unos se empeñan en hacer antifranquismo, los
otros esconden sus cabezas, no vaya a ser que le retiren
sus carnets de credibilidad democrática. ¿Qué
tiene que ver todo esto con la democracia? ¿Qué
tiene que ver, y esto es gravísimo, el Parlamento
con la calle? ¿Quién toma medidas? ¿Quién
busca soluciones? ¿Quién hace cumplir
la ley? Somos muchos los que deseamos vivir en una España
libre, con una convivencia cívica y ordenada,
pero tengo para mí que las puertas de la esperanza
se van cerrando con implacable tenacidad. Sobre una
marea de violencia e inseguridad, no se puede construir
nada que sea medianamente duradero y estable. España
se merece algo mejor, y no es callando la realidad como
a ello se contribuye. Hoy son los vientos que destruyen
los que nos acosan. Ojalá que muy pronto comiencen
a arreciar los vientos que prometen.
Unidad y
grandeza (La Nueva Rioja, 30 de maig
de 1979)
En un acto público celebrado
con ocasión de las elecciones para el Parlamento
Europeo, el Presidente de la República Francesa,
Valery Giscard, ha afirmado que únicamente fortaleciendo
su unidad puede Francia alcanzar la grandeza. Asimismo,
otra información proveniente del vecino país
se hacía eco del acuerdo existente entre las
principales fuerzas políticas sobre la no-potenciación
de los entes y poderes regionales. Con toda intención
he dejado pasar algunos días para observar si
alguien comentaba con la debida profundidad las mencionadas
informaciones. Vana espera. Por lo que parece, el que
el Presidente de una nación que aspira, no sin
fundados motivos, a convertirse en cabeza política
de Europa, haga un canto a la unidad de su Patria no
merece mayores comentarios. Como es lógico, puesta
la atención en España, se me ocurre pensar
que los cantos a nuestra unidad nacional se nos van
haciendo difíciles de entonar. Bien sé
que no faltará quien piense que los problemas
regionales de Francia y España son muy distintos.
Quizá tengan razón. Personalmente opino
que tales diferencias vienen determinadas más
en razón a distintos tratamientos políticos
que a estos problemas se les ha dado a lo largo de la
Historia, que a sustanciales razones de orden racial,
lingüístico, cultural o histórica.
En todo caso, lo que sí es importante subrayar,
aquí y ahora, es que mientras los franceses gozan
de una política regional y nacional fundamentada
en la unidad, los españoles carecemos de ella.
Francia sabe lo que quiere y obra en consecuencia sin
vacilaciones. ¿Sabemos los españoles lo
que deseamos para nuestro inmediato futuro? ¿Tenemos
alguna idea sobre cuál debe ser nuestro próximo
camino histórico? ¿Lo sabe alguien? Humildemente
confieso mi desconcierto.
Incertidumbre ante las autonomías
Tenemos los españoles ante nuestros
ojos un tema de una gravísima magnitud: el de
las llamadas autonomías. Aquí las responsabilidades
se miden a través de quinientos años de
historia común y unidad nacional. Faltan muy
pocos días para que se comiencen a discutir en
el Parlamento los estatutos para las Vascongadas y Cataluña
(no quiero ni imaginar que puedan ser ciertos los rumores
sobre la existencia de un documento que garantiza la
independencia del País Vasco). Sin ningún
género de duda el tema vasco es el más
acuciante. No creo necesario hacer demasiado hincapié
en la tragedia que está viviendo el País
Vasco. Basta para ello leer las noticias de cualquier
día. Pero sí hay que manifestar, y bien
claro, el desasosiego, la incertidumbre y la desesperanza,
que produce observar la ausencia de una política
clara y definida, de altos vuelos nacionales, en el
tratamiento de estos problemas. Dejarse bandear por
las circunstancias de cada momento es como hacer seguras
oposiciones al desastre. En muy pocos meses hemos superado
descentralizaciones, autonomías, autogobiemos,
para terminar hablando de autodeterminación y
de independencia. ¿Cuáles son los criterios
que se van a seguir para abordar estos problemas? ¿Será
una Constitución que reconoce, ampara y fomenta
las nacionalidades cauce suficiente para solucionar
los mismos? ¿Acaso no hemos sido desbordados
ya por el problema vasco? Durante estos años
en el País Vasco se ha hecho una política
mezquina, interesada, cuidadosa del voto y de la imagen.
De política nacional nada. No solamente ha crecido
el separatismo vascongado, sino que en muchas otras
regiones ha surgido una prevención, tanto más
lamentable, hacia todo lo vasco. Hacia todo lo vasco
y no hacia los terroristas exclusivamente, que quede
claro. Y nada se ha hecho por impedirlo.
Araquistain: "prudencia,
prudencia"
Al comienzo de la década de los
cuarenta, una de las personalidades más significativas
del socialismo español de entonces Luis de Araquistain
escribía: "El juego imprudente a las nacionalidades
es siempre peligroso en un país como España,
perennemente socavado por la anarquía racial,
y pudiera muy bien conducirnos a otra atomización
cantonalista como la de l.873". Ocioso será
añadir que en aquellos tiempos no habla abertzales
ni terroristas, ni tampoco existía el problema
canario ni el andaluz, ni se quemaban banderas de España
en Villalar. Con esto tampoco se pretende esquivar la
errónea política regional de los últimos
lustros. Pero ni el centralismo, sobre el que habría
mucho que hablar, lo inventó Franco, ni el nacionalismo
lo han creado ahora los señores Bandrés,
Garaicoechea o Sagaseta. En todo caso, si la herencia
no fue buena, su administración no ha sido mejor.
Lo que pretendo decir es que todas las medidas de prudencia
son pocas en estos temas. En lugar de concebir un plan
serio y responsable de organización territorial
de España, se ha montado una charlotada intolerable
que ofende el buen sentido. Se han fomentado nacionalismos
de tres al cuarto en regiones donde jamás había
existido la más mínima pretensión
autonomista. Se vuelve a hablar de Iberia, de las nacionalidades
ibéricas, de la solidaridad entre los pueblos
y nacionalidades que integran el Estado Español.
¿Pero qué es esto? Todo suena demasiado
triste y demasiado cercano.
Anteproyecto de Irujo del País
Vasco: "Ahí queda eso... "
Nuestra historia está plagada
de estos conflictos: la más reciente y la remota.
En 1.945 se publicaba un proyecto de Constitución
para el País Vasco, obra de don Manuel de Irujo,
que en el artículo quinto decía: "
El territorio vasco es integrante del histórico
reino de Navarra, dividido en las regiones de Navarra,
Vizcaya, Guipúzcoa, Álava, Rioja, Mocayo
y Alto Aragón". ¡Ahí queda
eso! Que se sepa, el PNV -al que pertenece todavía
el Sr. Irujo- no ha desautorizado y menos aún
renunciado a tales planes, ni el citado Irujo se ha
quedado sólo en su defensa. En el Parlamento
tenemos independentistas vascos y también canarios,
no se olvide. Para D. Manuel Azaña los catalanes
soñaban con el programa de Jaime el Conquistador.
Es decir, con su parte proporcional de Aragón,
con el Reino de Valencia y con las Baleares. De momento
en el "País Valenciá" ya tienen
la bandera de Cataluña y por lo demás
sólo añadiré que la rehabilitación
de la memoria del Sr. Companys, de gloriosa historia
es ya un hecho. El día 29 de julio de 1.937 don
Juan Negrín, a la sazón Presidente del
Gobierno de la República, decía a don
Manuel Azaña: "Yo no he sido nunca lo que
llaman españolista ni patriotero. Pero ante estas
cosas me indigno. Y si esas gentes van a descuartizar
España prefiero a Franco. Estos hombres son inaguantables.
Acabarían por dar la razón a Franco. Y
mientras, venga pedir dinero y más dinero".
( Ob. Comp. M. Azaña. Tomo IV, pág. 701).
Yo no sé quien tenga la razón, pero de
lo que estoy seguro es de que como no nos andemos con
mucho tiento se nos pueden resquebrajar los cimientos
de nuestra unidad.
Dejemos la transición
en paz
¿Es imposible, entonces, dar
una solución más o menos estable a estos
problemas? Evidentemente, no. Lo que se requiere es
una política clara, decidida, valiente y con
miras nacionales. Con obtusidades, disputas de partido
o metas simplemente electoralistas, no se va a ninguna
parte. Está demostrado que perder la mano en
estos temas significa perder la partida. ¿De
qué vale hablar de autonomía si lo que
se fomenta es separatismo con guerra revolucionara incluida?
Si se quiere hacer de España un Estado regional,
me parece muy bien; pero hágase con seriedad
y no se toleren actitudes y modos que no son de recibo
en ningún país del mundo. No se busque
continuamente en la transición la coartada perfecta
para justificar tanto desaguisado. Por muy dificultoso
que pueda ser el tránsito de un régimen
político a otro, no es condición suficiente
en sí mismo para engendrar estos problemas. Por
culpa de la transición ni se mata ni se muere,
y la lista es ya interminable. Dejemos a la transición
tranquila y no se busquen coartadas donde no las hay.
La ley, como la verdad es la ley la tenga que hacer
cumplir "Agamenón o su porquero". No
olvidemos, entonces, que la ley de la grandeza de España
también pasa por su unidad.
Los otros
holocaustos (La Nueva Rioja, 8 de
juliol de 1979)
La ya archifamosa serie televisiva
"Holocausto" basada en la obra del mismo título,
ha originado una fuerte polémica no sólo
en España, sino en todos los países en
los que ha sido proyectada. Como era de esperar, la
generalidad de las reacciones, lejos de intentar una
aproximación histórica medianamente rigurosa,
se han movido entre la repulsión las más
de las veces y las acusaciones de propaganda enmascarando
los sucesos. Se me antoja muy curioso, a la vista de
estas y otras reacciones, el observar cómo somos
capaces los hombres de justificar los hechos en función
de nuestro interés y, por qué no decirlo,
de nuestra propia posición política. En
esto lo refiero a este holocausto, a otros que no han
sido y a los que, ¡ay!, aún faltan por
venir.
El paraíso
Hace años, con ocasión
de un viaje a Alemania, tuve la oportunidad de visitar
los dos sectores de Berlín: el oriental o comunista
y el occidental. Tal vez no exista ninguna ciudad en
el mundo en la que puedan apreciarse la libertad y la
tiranía tan nítidamente como en la antigua
capital alemana. En el sector oriental y, guiados por
una funcionaria debidamente aleccionada, sólo
se permite al turista realizar dos visitas: al monumento
al soldado ruso, típico ejemplar de arquitectura
totalitaria, y al único hotel decente que existe
en la ciudad. Luego, desde un autocar, pude ver los
antiguos Ministerios del Aire y de Propaganda, de Goering
y Goebbels, así como una pequeña colina
cubierta de verde, debajo de la cual se encuentra el
búnker en el que murió Adolfo Hitler.
El lugar en el que me hospedaba, en el sector occidental
lindaba justamente con la alambrada de separación
entre ambos sectores. (No hay muro solamente, sino también
alambradas). A continuación, se veían
vedas de ocho metros de campos de minas; una visión
de los "topos" patrullando día y noche
acompañados por perros especialmente educados
en la caza de aquellos que pretenden huir del aparato.
Una atardecer, contemplando esta escena un alemán
me dijo: son nuestros hermanos. También ellos
son alemanes, pero estamos separados". La emoción
de este hombre era grande. ¡Qué difícil
es la libertad!, pensó. Y ahora, ¿cuántos
holocaustos de separación, marginación,
crueldad, violencia y opresión existen hoy en
el mundo? ¿Acaso no es esto también?
Los otros holocaustos
Para algún necio, que siempre
los hay, aclararé que no me une nada absolutamente
nada con la ideología nacionalista, como no sea
mi modesta afición por la Historia. No veo la
diferencia entre los seis millones de judíos
que Hitler exterminó, y los millones y millones
de criaturas que liquidaron Stalin y sus compadres del
terror rojo, que por los demás ahí siguen.
Sin embargo, debe de haber diferencias. El asesinato
en Nicaragua de un periodista norteamericano es noticia
de primera página. Los "desaparecidos"
chilenos o argentinos también. Las atrocidades
nazis otro tanto. Muy bien. ¿Pero quién
se ocupa de esos miles y miles de vietnamitas famélicos
y desesperados que mueren como chinches buscando un
refugio o un pedazo de pan? Esos hombres también
huyen del terror y del exterminio. ¿Por qué
unos holocaustos sí y otros no?
¿Y nuestro holocausto? Porque
también nosotros tenemos nuestros terribles Weiss
que se llaman Araluca, Berazadi, Ybarra, Portell, los
laboralistas de Atocha, los policías y guardias
civiles asesinados por cientos por los Heydrich Dorff
o Haltenbrunner de turno, que implacablemente los sentenciaron
a muerte, como en su magnífica crónica
semanal recordaba Pedro J. Ramírez en "ABC'.
¿No lo contemplamos ya como algo
normal? Así vamos, denunciando unos holocaustos,
silenciando otros. Escandalizándonos de lo que
unos hombres fueron capaces de hacer y no queriendo
contemplar lo que nosotros hacemos hoy por acción
u omisión. Y vendrán otros holocaustos
en esta o en otras formas. Vendrán porque mientras
sigamos valorando la vida en función de nuestro
interés tendrán que venir, para que nos
sirva de justicia y de escarmiento. Hasta que aprendamos.
El Parlamento,
hazmerreír de nuestra democracia (La
Nueva Rioja, 25 de juliol de 1979)
Si hay un principio verdaderamente esencial
en un sistema democrático, es el principio de
representación. Este se articula a través
de los partidos políticos que llevan a sus representantes,
elegidos por el pueblo soberano, al Parlamento. A ésta,
en cuanto institución representativa de la voluntad
popular, le compete, primordialmente, la función
legislativa, que puede deberse a iniciativas varias.
Pero el Parlamento es algo más que esa máquina
legislativa, es la institución por la que debe
transcurrir, por vía de debate y diálogo,
la vida política de un país. Y esa vía
política es la que después debe traducirse
en forma legal.
Tres atentados parlamentarios
Desde el inicio de la transición
política hemos elegido los españoles dos
Parlamentos: el primero, elegido de las elecciones del
15 de junio de 1977, y el segundo de las del 1 de marzo
de este año. El primero consideró la Constitución
como objetivo prioritario y fundamental de su labor,
pero surgió la política del consenso,
en virtud de la cual se consensuó la Constitución
entre los dos partidos mayoritarios, al margen y, ¿por
qué no decirlo?, a espaldas del Parlamento. La
Constitución fue aprobada, sin debates relevantes,
en grandes bloques sobre los que existía previo
acuerdo. Y si ya había acuerdo, ¿de qué
servía el debate? Este fue el primer atentado
al Parlamento.
El segundo atentado lo constituyó
la celebérrima sesión de investidura,
a raíz de las últimas elecciones. No se
admitió un debate sobre el programa de gobierno
que el candidato a presidente debió presentar.
Lo que pasó entonces no se hubiese tolerado en
ningún país medianamente democrático
del mundo. Posteriormente, ante la grave situación
del orden público, se celebró una sesión
sobre este tema. Pues bien, tampoco hubo debate. La
mayoría de los grupos parlamentarios, a excepción
de Coalición Democrática, firmaron una
declaración institucional, con posterior explicación
de postura por cada grupo. Se olvidaron que el Parlamento
no está para hacer declaraciones, que, por lo
demás, ya se ha visto para lo que han servido.
Este fue el tercer atentado a la institución
parlamentaria.
Si con los vascos se ha negociado,
fuera de las Cortes
Ahora mismo hemos estado viviendo los
momentos cruciales del estatuto vasco. Una vez más,
el Parlamento ha quedado relegado al papel de nuevo
comparsa. Dos partidos, dejando al margen a la ponencia
y Comisión respectivas, han negociado, se han
puesto de acuerdo y el tema ya está zanjado.
No seré yo quien niegue la necesidad de haber
llegado a unos acuerdos, al menos de principio. Pero
todo lo verdaderamente trascendente del Estatuto se
ha elaborado al margen y con exclusión del Parlamento.
Hay quienes opinan que, habida cuenta de la trascendencia
del tema, la ortodoxia parlamentaria no tenga demasiada
importancia. Probablemente serán los mismos que
así actuaron en ocasiones precedentes. Si tienen
razón, habrá que exponer, en consecuencia,
que el Parlamento no es el lugar adecuado para discusión
política. Y si alguien tiene dudas que pregunte
al PSA, que ha dado un sonoro portazo.
De igual modo se ha abusado -y a los
artículos lucidísimos de Gil Robles me
remito- de determinados viajes al extranjero para cumplir
deficiencias de nuestra política exterior o patinazos
más que clamorosos, se está abusando también
hasta hartarse de la institución parlamentaria.
Porque si con el estatuto vasco se ha seguido este procedimiento
¿por qué no con los demás? ¿No
tendrán los interesados derecho a exigirlo? ¿Con
qué norma legal o moral se les va a decir que
no?
Al paso que vamos, lo que se va a conseguir
es que la labor parlamentaria no enterese a nadie, aunque
por lo demás ya está casi lograda, y que
el Parlamento se convierta en el hazmerreír de
nuestra democracia. El Parlamento tiene una función
y debe cumplirla. Es pieza fundamentalísima y
si se le hurta sus funciones, en otra parte se tendrán
que hacer. Téngase en cuenta para que luego no
vengan los lamentos.
Hablar
claro (La Nueva Rioja, 30de setembre
de 1979)
En 1885, como consecuencia de una grave crisis que arruinó
fabricantes e industriales, se produjo en Inglaterra
un fuerte movimiento popular dirigido por los "whigs"
que se centró en la necesidad de modificar la
ley electoral entonces vigente, que otorgaba una notable
primacía a los grandes propietarios agrícolas,
y sustituirla por una nueva ley. Bajo su imperio se
auguraban bondades económicas sin fin, tiempos
de felicidad y plenitud para todos los ciudadanos ingleses.
Hasta tal punto llegaron las ilusiones que Sidney Smith
se sintió en la obligación de escribir:
"todas las muchachas saben que en cuanto esté
votada esta ley encontraran marido. Los colegiales confían
en que serán abolidos todos los verbos en latín
y bajaran de precio los pasteles. Los empleados tienen
la seguridad de cobrar doble sueldo. Los poetas malos
cuentan con que se lean sus versos, y los necios, como
siempre, sufrirán una decepción".
Problemas a lidiar
Por partida doble, se nos puede
aplicar a lo que antecede a los españoles de
hoy. ¿Cuántas buenaventuras se nos prometieron
al advenimiento de la democracia? ¡Vuelve la libertad,
vendrá la igualdad, se acabaron las dictaduras,
se terminó la opresión, todos seremos
más felices y viviremos mejor!, se nos dijo ¡Tendremos
autonomías, seremos varias nacionalidades, nos
gobernaremos a nosotros mismos y acabaremos en fraterna
solidaridad con las desigualdades que el centralismo
ha impuesto!, se nos aseguró. Al cabo de tres
años, muchas solteras siguen sin encontrar amigos,
los colegiales tienen que aprender más verbos
que antes, el precio de los pasteles se ha multiplicado
por quién sabe cuánto, a los empleados
no les llega el sueldo, no leeremos a los poetas, y
los necios, como siempre están decepcionados.
Que nuestra democracia tiene
graves defectos y fallos es un hecho evidente: unos
sancionados por una Constitución demasiado ambigua
y otros por reiteradas prácticas viciosas de
lo que, al modo occidental, se entiende por política
democrática. Algunos tienen y pronto lo tendrán
otros, su autonomía. Nacidas en circunstancias
trágicas algunas, otras nacidas con tranquilidad,
pero todas alarmantemente confusas y utilizadas con
abundante demagogia. Sin duda, este es el principal
problema de España en estos momentos y no por
otra cosa sino porque el ser y la concepción
misma de España están en juego. Y éste
es también el principal problema con el que aquí
en La Rioja vamos a tener que lidiar y no será
malo entonces que reflexionemos un poco sobre ello.
No son gratuitas
En primer lugar, hay que dejar
bien claro que España no es ni puede nunca ser
la suma algebraica de cinco, seis o siete regiones o
nacionalidades. España es una nación desde
hace cinco siglos, no hecha por las matemáticas
sino por la historia y no hay razón alguna para
que tenga que dejar de serlo. Una cosa es el Estado
como organización político-administrativa
de una nación y otra la existencia cabal de ésta.
Confundir Estado y nación no sólo es un
grave delito intelectual, sino también imperdonable
error político.
En segundo lugar,
no sería nada recomendable operar con un estricto
mimetismo respecto a otras autonomías. Si la
autonomía es algo peculiar a una determinada
región, serán sus hombres, su historia,
sus recursos y posibilidades, sin exclusión de
colaboraciones, los que hayan de tenerse en cuenta y
no los de los demás. Y en este punto, la Constitución
al hablar de regiones y nacionalidades no facilita las
cosas.
En tercer lugar,
las autonomías no son gratuitas. A los ciudadanos,
a los contribuyentes nos va a costar dinero, que sea
más o menos dependerá que el entramado
autonómico esté de acuerdo con nuestras
posibilidades o no. En toda sociedad algo se da y algo
se recibe; sería un dislate mayúsculo
querer organizarnos por encima de nuestras posibilidades
y dar mucho más de lo que podamos recibir.
Hablar
claro
En cuarto lugar,
es absolutamente imprescindible alejar la demagogia
y hablar con claridad a la gente, lo que puede y no
esperar, lo que esto va a costar, lo que podemos o no
tener y explicar el porqué de todo ello.
Y por último
es de desear que las fuerzas políticas actúen
serena y reflexivamente. Si pretendemos organizar nuestra
convivencia regional el tema nos afecta a todos, pero
si por el contrario hace aparición la rapacería
partidista, si las cosas no se hacen bien, entonces
tendremos que leer a los falsos poetas, tendremos que
aprender verbos extraños, serán legión
los defraudados y La Rioja habrá dejado de ser
la casa de todos para convertirse en laguna de unos
pocos.
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