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El periodismo es un gremio de
gente simple que hace trabajos complejos. Lo podemos
resumir en los dos tipos de periodistas; los que no
leen periódicos, la mayoría, porque lo
que les gusta es informarse de las cosas de boca a oído,
vivir en la microsociedad de la gente avispada y diferenciarse
del común que no se entera. Y luego los otros,
los enfermos del papel impreso, los que no pueden pasar
un día sir leerse concienzudamente tres o cuatro
periódicos y que en esos dos días al año
que no salen los diarios han de encontrar fórmulas
para mirar algún periódico atrasado porque
de no ser así no soportarían el mono de
la abstinencia en una mañana sin prensa. Pertenezco
a los segundos, los enfermos del papel periódico,
los drogadictos de la información impresa, los
colgados del titular a cinco columnas. No puedo vivir
sin periódicos, lo he intentado
pero no he podido, es más fuerte que yo y me
consuela pensar que Kant era capaz de cambiar sus hábitos
si no llegaba la "Gazeta", y que Trotsky se
pasaba toda la mañana, después de dar
de comer a los conejos en Coyoacán, sentado a
una mesa leyendo periódicos hasta la hora de
almorzar, bien entrada la tarde. Nunca seré un
hombre de Internet porque pertenezco a esa generación
que apenas resulta una excrecencia del siglo XIX. Por
eso adoro los periódicos y siento cierto desdén
hacia el gremio. ¿Acaso no ocurre lo mismo con
el circo? Otro resto del siglo XIX. Nos reímos
con los payasos, admiramos a los magos, pero sólo
mientras están en la pista. En el momento que
se visten de calle y hemos de convivir con ellos pierden
todos los rasgos de su encanto. "Son como nosotros",
que es una frase que solemos utilizar cuando queremos
decir que son peores aún que nosotros.
Durante el ejercicio de nuestra profesión
somos magos, geniales en la prestidigitación.
Dos ejemplos, para los espectadores de la platea. Aparece
el conocido estafador Bush, George W. Bush, que ejerce
de presidente del Gobierno de Estados Unidos, y sale
a la pista con una gran bandeja donde hay un pavo, un
pavo enorme rodeado de cosas como para comer: patatas,
relleno, ensalada. Evidentemente, al tratarse de un
charlatán de feria, a nosotros nos llega solamente
el efecto de la foto, y en una foto no se distingue
lo que es real de lo que es falso si el fotógrafo
y el escenógrafo son buenos. ¡Vaya pavo!
Los diarios, con muy pocas excepciones, dieron la foto,
y ahora resulta que el pavo era falso. Y este es el
momento en el que el mago que todo periodista lleva
dentro se adelanta y grita "¡La Casa Blanca
ha engañado a la opinión!". No es
verdad, la Casa Blanca no ha engañado a nadie,
son los periodistas que estaban presentes, esa especie
de doce apóstoles elegidos por el Departamento
de manipulación del Gobierno Bush, quienes distinguieron
con absoluta claridad que el pavo era más falso
que el presidente, pero no sólo se lo callaron
sino que aportaron los pies de foto para la memoria
colectiva. Y yo pregunto: ¿alguno de esos reporteros
estrella que vieron el pavo de plástico osó
denunciar en su momento la estafa a la que colaboraba?
No, padre. La vida es así y no es cuestión
de pararse en menudencias. Yo cuento lo que mis jefes
quieren que cuente, y si contara la verdad, que Bush
y su Departamento de magos son unos golfos, lo más
probable es que me pusieran de patitas en la calle.
Segundo ejemplo. La prensa española
ha recogido con probidad la enérgica protesta
de los diarios alemanes contra las entrevistas censuradas
de los dirigentes políticos, sin excepción
de partido, que se corrigen a sí mismos, con
absoluto desprecio del gremio periodístico, de
los lectores y de lo que realmente declararon. Y yo
me he quedado literalmente sobrecogido, de un lado porque
un gremio tan insolidario y competitivo, como es el
periodismo alemán, se atreviera a ir tan lejos
formando piña contra su clase política.
Pero mi perplejidad era absoluta porque ninguno de los
diarios españoles que recogían la noticia,
en ocasiones con gran espacio, tenía la decencia
de al menos una pequeña nota, a pie de página,
editorial, del defensor de los lectores, de la jefatura
de casos perdidos, en fin, de lo que sea..., en la que
se señalara que eso del derecho a corregir, añadir
y poner digo donde dije diego es una práctica
absolutamente habitual en nuestra prensa y que aún
no ha habido nadie que la haya denunciado. Sé
de dirigentes políticos que consiguieron cotas
cómicas de haberse enterado los lectores e incluso
los redactores del mismo periódico, casos en
los que el líder no sólo puso las respuestas
que quiso y no las que dijo, sino que incluso se fue
inventando las preguntas que le interesaban, e incluso
se cabreó porque alguien le advirtió que
se había excedido en el espacio.
Estamos en un momento de auténtica
obsesión por saber, por conocer, por tener el
máximo de datos imprescindible para ser responsables
de lo que consumimos. Todo producto debe dar el máximo
de información a los clientes. Todos, menos los
medios de comunicación en general, y los periódicos
en particular. Yo quiero saber, y lo he conseguido,
dónde carajo se pescó el lenguado que
me como. Pero estoy imposibilitado de saber a quién
asesora tal o cual columnista de opinión, periodista
de tropa o tertuliano de gallinero. Nada es más
impenetrable para el consumidor de medios de comunicación
que los medios de comunicación. Y así,
paso a paso, nos adentramos en lo que yo denomino la
teoría del carterista. En el mundo de los negocios,
como en el mundo de la información, hay una expresión
que consiente justificarlo todo "porque todo el
mundo lo hace". Y esa es la teoría del carterista.
Los expertos señalan estos días
que los peligros que se ciernen sobre los periódicos
se concretan en tres puntos: la crisis de la publicidad,
el desarrollo de los diarios gratuitos y la competencia
de los medios audiovisuales. Cierto, pero limitado.
El mayor peligro de los diarios, en mi opinión,
es que no ofrecen credibilidad a la publicidad. No dan
mejor información que los diarios gratuitos y
en la carrera por competir con los audiovisuales no
son ni carne ni pescado. En el informe que resume la
situación de la prensa en el mundo, que refritado
de "Le Monde", ha publicado el diario más
leído de España, se señala la coincidencia
de una crisis en las dos instituciones consagradas del
periodismo mundial, "The New York Times" y
la BBC. Hay que concebir grandes dosis de ignorancia
o de mala baba para comparar dos conflictos que no tienen
nada que ver. En una, un periodista golfo inventa reportajes
millonarios, que son premiados incluso y felicitado
por sus jefes. Y en el otro, la BBC, una institución
que los dioses deberían conservar al menos para
que sirva de referencia a los tiempos que se avecinan,
donde el modelo se ha bautizado con el nombre de "Berlusconi".
En el caso de la BBC se trata de un enfrentamiento con
el Gobierno y al que ningún profesional responsable
es ajeno, porque el Gobierno de Tony Blair mintió
a la ciudadanía, en medida similar a lo que hizo
el señor Aznar -"créanme, porque
les digo la verdad, el Gobierno de Saddam disponía
de armas de destrucción masiva"-, y dado
que el éxito de Aznar está en su palabra
y en su constancia, yo le repetiría en cada rueda
de prensa su frase hasta que al fin él encajara
o a mí me echaran.
Traigo a colación a la BBC y
al Gobierno de Tony Blair por razón de fuerza
mayor, y es porque al fin se conoce con algún
pelo y muchas señales cuáles fueron los
últimos momentos del honorable suicida David
Kelly, y cómo se le fue tendiendo trampa a trampa
hasta que enfrentado a una realidad que él no
podía cambiar vivo, optó por lo único
que la canalla de asesores del sensible Tony Blair no
había calculado: "sólo suicidado
mi actitud tiene sentido". Hoy sabemos cosas, hoy
tenemos una experiencia que antaño era impensable.
Hoy sabemos por ejemplo que no hay nadie que sea capaz
de resistirse a una campaña mediática
si no cuenta con otra campaña mediática
que la neutralice. Entre las historias que siempre me
han dejado un sabor a frustración está
la de desvelar cómo se construyó, fermentó
y triunfó una campaña contra Fernando
Morán, ministro de Exteriores del gobierno socialista,
un personaje que ni es familiar mío ni tengo
nada que ver y que por cierto no me es especialmente
simpático, pero al que convirtieron en un guiñapo,
zafio e inculto, un grupo de gañanes que no tenían
ni idea de nada que no fuera cobrar y reírse.
La verdad es que se trataba de un personaje notable
-y soberbio y falto de sentido del ridículo,
todo hay que decirlo- en la política española,
cuyas novelas aún se pueden leer con dignidad
y cuyos ensayos sobre la novela o sobre África
no son de amanuense. Y todo eso fue nada porque un gabinete
de imagen, conocido por los del gremio y nunca mentado,
contrató su liquidación política.
Ahora que Catalunya
entra en uno de los períodos más divertidos
y novedosos de su historia, les ruego que no pierdan
de vista el centro del circo. Van a ver ustedes a los
magos haciendo auténticas transformaciones en
la pista y se oirán, estoy seguro, los ¡oh!
de admiración ante el prodigio. No se lo pierdan.
Por cierto, es pena que no hayamos seguido con mayor
atención la sentencia del Tribunal Internacional
de las Naciones Unidas sobre los crímenes en
Ruanda. Han sido condenados tres líderes de opinión
por las matanzas de miles de tutsis. Los tres ejercían
de periodistas, aunque sus profesiones eran perfectas
como dirigentes mediáticos. Uno, Ferdinand Nahimana,
historiador; el otro, Hassan Nceze, un perillán
de la calle, reportero radiofónico, y el tercero,
Jean-Basco Barayagwiza, como no podía ser menos,
jurista. Ellos no mataron a nadie, sólo incitaron
a que los demás liquidaran a sus adversarios.
Alegaron en su defensa que todos hacían lo mismo
que hicieron ellos. La teoría mágica del
carterista.
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