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Hace unos
días, con motivo de una rueda de prensa de la
Coordinadora d'Associacions per la Llengua, Joel Joan
explicó lo que le sucedió en el Corsa
Blanca, un restaurante de cocina italiana de la avenida
Icària. Salía del cine Yelmo y fue con
seis amigos a cenar. Cuando el dueño les preguntó
cuántos eran, Joel Joan contestó: "Som
set"; y ahí se lió. El dueño
le dijo: "Yo, eso no lo entiendo...". Joel
Joan intentó razonar: "Home... Som set:
'seven', 'siete'..." "Ah, siete. ¡Ahora
sí!", dijo el propietario. Joel Joan se
mosqueó: "¿Com que 'ahora sí'?
Però ¿de què vas?" El dueño
se puso como una moto: "¡Me estás
provocando!". Joel Joan le explicó: "No
t'ho prenguis com una provocació. Parlo català
perquè és la meva llengua i som a Barcelona.
No veig perquè m'has d'obligar a canviar".
El dueño les ordenó que se largasen inmediatamente
del restaurante. A la calle, por hablar catalán.
Basta pasear por nuestras principales
ciudades para comprobar que en tiendas, aulas y bares
son constantes las conminaciones a no hablarlo. "¡Hábleme
en cristiano!", me dijeron no hace mucho en un
restaurante de cocina magrebí. "Oye ¡a
mi me hablas en castellano!", me exigió
en un bar un camarero de cabeza rapada cuando le pedí
"truita de patates" de la que tenía
en el expositor. De momento aún no me han echado
a la calle, pero, por lo que se ve, todo se andará.
Hace año y pico, "La Vanguardia" recogió
que a una mujer la echaron de un taxi por hablar catalán.
Por la misma época, a un muchacho lo apalizaron
en una ciudad del Vallès por hablar catalán.
También salió en los papeles. En la misma
rueda de prensa en la que Joel Joan explicó su
aventura en el Corsa Blanca, una chica contó
que a ella la echaron del trabajo -de una escuela concertada
por la Generalitat- por hablar catalán. Desde
hace tiempo se suceden noticias de ese tipo, noticias
que en los periódicos no obtienen más
espacio que un breve, y a veces ni eso. Son noticias
que, si alcanzan la proeza de ser publicadas en un rinconcito,
rara vez consiguen un comentario de nadie. Hoy en día
queda muy poco enrollado decir que lo que está
pasando es un atropello. El acoso al catalán
(diario y cotidiano) se asume como algo normal, "lógico",
y eso en un país en el que los políticos
nos machacan día y noche -y más en campaña
electoral, como ahora- con las virtudes del bilingüismo
y la pluralidad.
Imaginen la situación
inversa: que un dueño de un restaurante de Barcelona
hubiese echado a un cliente por dirigírsele en
español. No hubiese habido en las páginas
de los diarios suficiente espacio para acoger los titulares
que el escándalo hubiese generado; los teléfonos
arderían de llamadas para recoger firmas y en
un plis-plas tendríamos un manifiesto contra
la intransigencia de esa Catalunya "ensimismada
en sí misma", que dicen algunos políticos
cuando el fervor de la campaña electoral les
reverbera en la boca. "¡Es intolerable!",
clamarían, "¿ves a donde conduce
tanta cerrazón?" Pero -tras veintitrés
años de pujolismo, minorizados de forma definitiva
los catalanohablantes, tribu en extinción en
un país que constantemente se llena la boca de
"solidaridad" y "multiculturalidad"-
como a Joel Joan no lo han expulsado de un restaurante
por hablar en español sino en catalán,
punto en boca y santas pascuas.
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