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Artur Mas debía identificar
el mal menor y optar por él. Finalmente, el líder
de CiU ha decidido que el mal menor es apoyar un Estatut
muy alejado de las grandes expectativas reformistas
del catalanismo político pospujolista. Mas hace
una apuesta incierta y complicada y, en el corto plazo,
refuerza un protagonismo que podría regalarle
- así lo sugirió- un atajo para retornar
al poder en Catalunya y consolidar su influencia en
Madrid. Antepone lo urgente a lo
histórico, después de pasarnos meses hablando
de segunda transición. Además, Zapatero
necesita que, a su derecha, alguien le dé oxígeno
para sobrevivir al discurso catastrofista del PP y,
entonces, descubre el gen de la gobernabilidad convergente.
Desconocemos, de momento, lo que ambos líderes
han pactado fuera del Estatut, pero es mejor para CiU
que haya una lista secreta con algún as en la
manga.
El heredero de Pujol parecía
el abanderado del pospujolismo y, a la postre, resulta
un vendedor de neopujolismo. Mas dio señales
de que quería superar la mecánica tacticista
del padre fundador para ir a una revisión estructural
de las relaciones Catalunya-España. En esto estaba
de acuerdo con Maragall, que reviste su intento de música
federalista. Se entró en el embrollo del nuevo
Estatut porque se quería superar el mercadeo
cansino de Pujol para no estar eternamente al albur
del juego de mayorías y minorías en las
Cortes. No obstante, y a la espera de una lectura atenta
del acuerdo, no parece que hoy estemos lejos de un nuevo
pacto del Majestic, esta vez con rango de ley orgánica,
aires de proceso neoconstituyente y un coste notable
para la imagen de Catalunya.
Se supone que el heredero de Pujol ha
calculado muy bien lo que hace, así como lo que
dirá a sus bases y a sus electores en los años
venideros. La foto que consigue ahora es importante,
pero no sólo de fotos vive un líder. José
María Barreda, barón del PSOE en Castilla-La
Mancha, dijo algo muy serio en la reunión del
sábado del comité federal del PSOE: "Cuando
lleguemos a un acuerdo, habrá que exigir lealtad
a todo el mundo, pero sobre todo a los nacionalistas.
Hay que pedirles que cuando se cierre sea de verdad,
que no haya peticiones posteriores". El sí
de Mas a este Estatut va unido - se quiera reconocer
o no- a una cierta congelación de la agenda reivindicativa
de CiU. Esto no sería relevante si el nuevo Estatut
fuera catalogado por los convergentes de "bueno".
No es el caso, por lo menos en privado. Destacados dirigentes
de CiU insistían ayer que "no se trata,
para nada, de un Estatut para los próximos 25
años". El problema es que el catalanismo
político considere muy provisional un texto estatutario
que el PSOE y la opinión general española
tome como un hito de larga y sólida duración.
También en 1979, en Madrid, pensaron que se resolvía
"el problema catalán".
El posibilismo lleva a CiU, fiel a su
tradición, a comprometerse con un Estatut de
circunstancias que no permite euforias triunfales y
que, por tanto, se ofrece como el enésimo ejercicio
de realismo paliativo. ¿Valía la pena
este viaje? La táctica devora la estrategia y
lo instrumental se impone. Tampoco está claro
que todo esto haya servido para construir una nueva
cultura política democrática que asuma,
de veras, la pluralidad del Estado. Empezamos la temporada
hablando de repartir competencias y dineros y hemos
acabado oyendo frases inquietantes en boca de algunos
militares. Resuena ahora una vieja sentencia de Pujol:
"Nuestro problema no es que queramos ser a la vez
Bolívar y Cavour, sino que lo somos". Mas
acaba de ratificar que, entre Bolívar y Cavour,
la tan citada conllevancia es ir jugando al póquer
hasta la extenuación.
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