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Hace ya mucho tiempo que no existe
otra épica para la política que la que
viene de la exageración de sus dramas domésticos
ante, o desde, los medios de comunicación. Por
no haberla, ni tan siquiera el paso de la dictadura
a la democracia en España se consiguió
con otros gestos que no fueran el amago, la escaramuza
y el apaño, como ilustra tan bien el libro Els
assassins de Franco, de Francesc-Marc Álvaro,
del que iba a hablar si no hubiera irrumpido el principio
de acuerdo estatutario. Así, a estas alturas,
suponer que a través de la reforma del Estatut
de Catalunya se podría cambiar el modelo constitucional
español hasta conseguir un Estado plurinacional
y, más aún, un Estado federal, era una
quimera que sólo podían creer -si lo creyeron
alguna vez- los propios políticos en ciertos
momentos de quimérica y obnubilante autocomplacencia.
Y, por qué no, también un par de intelectuales
con consciencia trágica, que en Catalunya los
hay.
A falta de llegar a un acuerdo final
y verlo negro sobre blanco, estoy convencido de que
el nuevo Estatut va a mejorar el anterior, que no habrá
sido un gol en propia portería (si de lo que
se trataba era de ganar en esa liga), que resolverá
algunos problemas competenciales y que promete para
el futuro algunas mejoras en financiación. Incluso
se podrá admitir que en veinticinco años
la política catalana ha aprendido mucho a negociar
y que lo de ahora no habrá sido el coladero que
fueron la Constitución y el Estatut de finales
de los años setenta. Pero para poder aceptar
la cruda realidad de lo conseguido, incluso para conseguir
la aprobación en el posterior referéndum,
espero de nuestros máximos representantes que
se muestren respetuosos para con sus votantes y no se
sientan en la necesidad de engañarnos al respecto.
En primer lugar, habrá que reconocer,
como por otra parte ya se sabía, que el Parlament
de Catalunya no es soberano en el sentido completo del
término. Ni una mayoría del 90%, aun bajo
el amparo de la promesa electoral del actual presidente
de Gobierno español para aceptar ese acuerdo,
no tiene legitimidad para decidir algo que afecta al
conjunto del Estado. Y es lógico: o el proyecto
de Estatut era rupturista o era constitucional. Si lo
primero, era absurdo someterlo a discusión en
las Cortes, y si lo segundo, la cuestión no estaba
en si el texto podía pasar la prueba del algodón
jurídico, sino en si se respetaba el interés
general del Estado definido por equilibrios y hegemonías
parlamentarias actuales. La soberanía, en todo
caso, de haberla, se ejerce pero no se discute ni se
pacta.
Segundo: sería razonable que
después de tanto abuso terminológico nuestros
políticos retornaran a su sitio la palabra histórico.
Incluso en una consideración positiva del nuevo
Estatut, sería ridículo seguir hablando
de momento histórico. Lo conseguido habría
sido formalmente posible sin emprender un cambio de
Estatut, aunque sea cierto que, si no se hubiera armado
tanto ruido, quizás no habría habido las
mismas mejoras. Histórico, en política,
es un adjetivo que debería reservarse para otras
circunstancias más especiales. Hay que dejar
claro que tampoco es cierto que tengamos Estatut para
otros veinticinco años. Éste va a permitir
algo tan catalán como anar tirant, quizás
dándonos un pequeño empuje económico
a medio plazo y consiguiendo un control mejorado en
ciertas áreas de gobierno a las cuales se podrá
dar mayor coherencia. Pero insisto en la necesidad de
que así sea reconocido, sin seguir con las grandilocuencias
de los meses pasados.
Tercero: ya nadie podrá seguir
mintiendo sobre si este Estatut rompe España.
Que guarden los sables en los cuarteles y aparquen los
carros de combate en el patio. Que se tomen unas vacaciones
los centinelas mediáticos de la unidad. Porque
no sólo no se rompe nada, sino que se ata a Catalunya
más corto. Si, como cree el PSOE, el nuevo Estatut
es un paso importante en la estabilización de
la España autonómica, lo que se ha conseguido
es encajar mejor Catalunya en España.
Y si encaja mejor, se moverá menos. Quizás
algún día en Catalunya puedan plantearse
objetivos de soberanía propia en una Europa unida,
pero eso va en otra dirección radicalmente distinta.
Si se han confundido hasta ahora las cosas es por dos
razones: una, porque el PP y sus acólitos mediáticos
querían aprovechar que el Pisuerga pasaba por
Valladolid para hacer caer el Gobierno de Zapatero;
y dos, porque el catalanismo político, después
del shock electoral del 2003, necesitaba exagerar los
objetivos de su participación en el debate estatutario
para provecho partidista y catarsis interna. Y si algún
iluminado creyó que se podía transformar
una estructura de Estado desde la periferia del Estado,
es que soñaba. Con este Estatut, Catalunya no
ha reformado el Estado, sino que el Estado ha conseguido
domesticar Catalunya. No podía ser de otra manera.
Es pronto para brindar ni que sea con
agua gaseada de Caldes de Malavella. Pero para celebrar
el nuevo Estatut, incluso con cava cuando llegue el
momento, para alegrarnos con toda la moderación
que haga falta, primero necesitamos que no se nos mienta
respecto al resultado final. Ni tan siquiera voy a pedir
que nadie haga autocrítica pública de
nada. Tan culpable es querer engañar como dejarse
llevar fácilmente por el engaño. Pero
que se digan las cosas como son. Resignarse también
es una manera de sobrevivir a la impotencia.
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