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26 de gener de 2006
Novetats  
   
Ahora, un diluvio de realismo
Salvador Cardús
  La Vanguardia , 25 de gener de 2006
   
 

 

 


Hace ya mucho tiempo que no existe otra épica para la política que la que viene de la exageración de sus dramas domésticos ante, o desde, los medios de comunicación. Por no haberla, ni tan siquiera el paso de la dictadura a la democracia en España se consiguió con otros gestos que no fueran el amago, la escaramuza y el apaño, como ilustra tan bien el libro Els assassins de Franco, de Francesc-Marc Álvaro, del que iba a hablar si no hubiera irrumpido el principio de acuerdo estatutario. Así, a estas alturas, suponer que a través de la reforma del Estatut de Catalunya se podría cambiar el modelo constitucional español hasta conseguir un Estado plurinacional y, más aún, un Estado federal, era una quimera que sólo podían creer -si lo creyeron alguna vez- los propios políticos en ciertos momentos de quimérica y obnubilante autocomplacencia. Y, por qué no, también un par de intelectuales con consciencia trágica, que en Catalunya los hay.

A falta de llegar a un acuerdo final y verlo negro sobre blanco, estoy convencido de que el nuevo Estatut va a mejorar el anterior, que no habrá sido un gol en propia portería (si de lo que se trataba era de ganar en esa liga), que resolverá algunos problemas competenciales y que promete para el futuro algunas mejoras en financiación. Incluso se podrá admitir que en veinticinco años la política catalana ha aprendido mucho a negociar y que lo de ahora no habrá sido el coladero que fueron la Constitución y el Estatut de finales de los años setenta. Pero para poder aceptar la cruda realidad de lo conseguido, incluso para conseguir la aprobación en el posterior referéndum, espero de nuestros máximos representantes que se muestren respetuosos para con sus votantes y no se sientan en la necesidad de engañarnos al respecto.

En primer lugar, habrá que reconocer, como por otra parte ya se sabía, que el Parlament de Catalunya no es soberano en el sentido completo del término. Ni una mayoría del 90%, aun bajo el amparo de la promesa electoral del actual presidente de Gobierno español para aceptar ese acuerdo, no tiene legitimidad para decidir algo que afecta al conjunto del Estado. Y es lógico: o el proyecto de Estatut era rupturista o era constitucional. Si lo primero, era absurdo someterlo a discusión en las Cortes, y si lo segundo, la cuestión no estaba en si el texto podía pasar la prueba del algodón jurídico, sino en si se respetaba el interés general del Estado definido por equilibrios y hegemonías parlamentarias actuales. La soberanía, en todo caso, de haberla, se ejerce pero no se discute ni se pacta.

Segundo: sería razonable que después de tanto abuso terminológico nuestros políticos retornaran a su sitio la palabra histórico. Incluso en una consideración positiva del nuevo Estatut, sería ridículo seguir hablando de momento histórico. Lo conseguido habría sido formalmente posible sin emprender un cambio de Estatut, aunque sea cierto que, si no se hubiera armado tanto ruido, quizás no habría habido las mismas mejoras. Histórico, en política, es un adjetivo que debería reservarse para otras circunstancias más especiales. Hay que dejar claro que tampoco es cierto que tengamos Estatut para otros veinticinco años. Éste va a permitir algo tan catalán como anar tirant, quizás dándonos un pequeño empuje económico a medio plazo y consiguiendo un control mejorado en ciertas áreas de gobierno a las cuales se podrá dar mayor coherencia. Pero insisto en la necesidad de que así sea reconocido, sin seguir con las grandilocuencias de los meses pasados.

Tercero: ya nadie podrá seguir mintiendo sobre si este Estatut rompe España. Que guarden los sables en los cuarteles y aparquen los carros de combate en el patio. Que se tomen unas vacaciones los centinelas mediáticos de la unidad. Porque no sólo no se rompe nada, sino que se ata a Catalunya más corto. Si, como cree el PSOE, el nuevo Estatut es un paso importante en la estabilización de la España autonómica, lo que se ha conseguido es encajar mejor Catalunya en España. Y si encaja mejor, se moverá menos. Quizás algún día en Catalunya puedan plantearse objetivos de soberanía propia en una Europa unida, pero eso va en otra dirección radicalmente distinta. Si se han confundido hasta ahora las cosas es por dos razones: una, porque el PP y sus acólitos mediáticos querían aprovechar que el Pisuerga pasaba por Valladolid para hacer caer el Gobierno de Zapatero; y dos, porque el catalanismo político, después del shock electoral del 2003, necesitaba exagerar los objetivos de su participación en el debate estatutario para provecho partidista y catarsis interna. Y si algún iluminado creyó que se podía transformar una estructura de Estado desde la periferia del Estado, es que soñaba. Con este Estatut, Catalunya no ha reformado el Estado, sino que el Estado ha conseguido domesticar Catalunya. No podía ser de otra manera.

Es pronto para brindar ni que sea con agua gaseada de Caldes de Malavella. Pero para celebrar el nuevo Estatut, incluso con cava cuando llegue el momento, para alegrarnos con toda la moderación que haga falta, primero necesitamos que no se nos mienta respecto al resultado final. Ni tan siquiera voy a pedir que nadie haga autocrítica pública de nada. Tan culpable es querer engañar como dejarse llevar fácilmente por el engaño. Pero que se digan las cosas como son. Resignarse también es una manera de sobrevivir a la impotencia.