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29 de febrer
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El nacionalismo implícito
Salvador Cardús
  La Vanguardia
   
  Exactamente cuatro años antes de que lo hiciera George W. Bush, en enero de 1997, Bill Clinton también pronunciaba su discurso de inauguración de mandato. El demócrata Clinton y el republicano Bush quizás hayan diferido en algún matiz en sus respectivos discursos.

Clinton citó al líder negro Luther King y al presidente demócrata John Fitzgerald Kennedy, mientras que Bush ha citado a John Paine y al presidente republicano Thomas Jefferson. Clinton habló de una nueva tierra prometida comparándose implícitamente con un Moisés liberador y Bush se ha referido al camino de Jericó, atribuyéndose el papel del buen samaritano.

Quizá Clinton habló algo más de justicia y políticas sociales y Bush algo más de libertad y de reducción de impuestos. Pero por encima de todos los tenues matices que pudiéramos descubrir, Clinton y Bush pronunciaron el mismo discurso y blandieron un mismo objetivo fundamental: la defensa de la unidad nacional sobre la base de unos valores compartidos.

Servicio a la nación, construcción de una única nación, coraje nacional, compromiso nacional, compasión nacional, voluntad y carácter nacional, grandeza nacional... Hasta doce menciones explícitas a la nación y un sinnúmero de referencias a otros sinónimos para hablar de lo mismo acercaron hasta el calco al presidente entrante con el presidente saliente. Y es que ambos, como no podía ser de otra manera, son dos nacionalistas radicales, comprometidos con la defensa no menos radical de lo que cada uno considera que es el interés general de su nación.

Precisamente, uno y otro ganaron las elecciones no por demócrata o republicano, sino por convencer al pueblo norteamericano de que la política demócrata primero o la republicana después serían mejores para el interés general de la nación. Y ambos saben que el éxito de cualquier proyecto político se sustenta en la fuerza de la solidaridad y de compromiso que pueda ser capaz de dar ese sentimiento de pertenencia a una misma nación.

Lo dijo Bush el pasado sábado: la nación es una promesa de civilidad, coraje, compasión y voluntad. De una civilidad que no es una táctica o un sentimiento, sino la apuesta decidida a favor de la confianza y en contra del cinismo, a favor de la comunidad por encima del caos. De un coraje que sirve para definir el bien común. De una compasión que debe traducirse en compromiso con los desesperanzados. De una voluntad para que cada uno contribuya responsablemente a lo nación, a la comunidad, cumpliendo sus deberes democráticos.

Pues bien, a pesar de la claridad del brillante discurso de Bush, igual como en su día lo había sido el de Clinton, no he sabido ver destacada en ninguna información, análisis o comentario la verdadera y profunda dimensión nacionalista de tales ideas.

No me extraña. En este país -me da igual que piensen en el país de aquí, el país de más allá o los dos juntos, que para el caso es lo mismo- se vive una verdadera esquizofrenia conceptual a propósito del término nación y nacional. La exacerbación del carácter nacionalista de la política de unos es paralela a la neurótica ocultación de la dimensión nacionalista de la política de los demás. El Gobierno de España se regocija en sus leyes de Extranjería y en poner límites estrictos a una inmigración -que por otra parte resulta que necesitamos-, pero no se siente por ello nada nacionalista. Aznar dice que ya ha llegado la hora de hablar de España sin complejos, pero parece ser que eso no tiene nada que ver con el nacionalismo. Al PSOE se le exigen, y acepta, las máximas lealtades nacionales, pero a nadie le parece que se trate de un compromiso nacionalista. Mayor Oreja puede decir ante historiadores nacionales serios que los mitos nacionalistas vascos, catalanes o gallegos son historietas, mientras que los mitos nacionales españoles son verdades históricas. Quizás como la de la exposición del Centro Cultural de la Villa de Madrid, que vi anunciada durante un vuelo de Iberia en la revista "Ronda", sobre las respuestas que los artistas -nacionales, por supuesto- han dado a los "problemas existenciales" de "nuestros" supuestos dos mil años de historia de España. Bendito cielo ¡imagínense a los artistas ibéricos del año primero intentando dar respuestas existenciales a la españolidad de España! ¡Vaya verdad histórica! Y, en fin, el Rey opina que hay que reforzar lo unitario por encima de la autonómico, pero tampoco a nadie se le ocurre considerarlo no sólo como un defensor, sino un emblema del nacionalismo español.

Ante tal ausencia de nacionalismo español, confirmada cada día de manera pertinaz por la información que clasifica el mundo político entre nacionalistas y no nacionalistas, dada con una unanimidad casi total por los distintos medios de comunicación -quizá en lo que es su única unanimidad-, no es raro que el paroxismo nacionalista de los líderes norteamericanos pase inadvertido. Y es que sólo la obviedad políticamente naturalizada por el ejercicio efectivo del poder, sólo la realidad que puede ocultarse en el hecho de estar dada por descontado gracias a los mecanismos estatales de coerción simbólica, puede ser vivida de manera radical sin ser descubierta.

Negando el carácter nacionalista de toda política nacional, y muy especialmente de la que está avalada por los poderes estatales, se consigue no sólo ocultar la verdadera, aunque legítima, coacción nacionalista, sino que se niega la legitimidad de cualquier proyecto político que plantee la posibilidad de otros nacionalismos que no sean el ya constituido. Así, se evita discutir en igualdad de condiciones -entre nacionalismos distintos- y se envía a los infiernos de lo perverso a los que sólo pueden sobrevivir si declaran abiertamente lo que son: nacionalistas como todos los demás.

Dicho de otra manera: el verdadero nacionalismo español de nuestros políticos -incluido el de algunos regionalistas catalanes o vascos- y de nuestros medios de comunicación consiste en darlo por supuesto, y en consecuencia, en hacerlo invisible.

De esta forma, cualquiera puede contar con dos mil años de nación con problemas existenciales sin que le caiga encima la sospecha de alguna academia de la historieta nacional ni la campaña de ninguna Brunete mediática. ¡Qué envidia!