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Exactamente cuatro años antes de
que lo hiciera George W. Bush, en enero de 1997, Bill
Clinton también pronunciaba su discurso de inauguración
de mandato. El demócrata Clinton y el republicano Bush
quizás hayan diferido en algún matiz en sus respectivos
discursos.
Clinton citó al líder
negro Luther King y al presidente demócrata John Fitzgerald
Kennedy, mientras que Bush ha citado a John Paine y
al presidente republicano Thomas Jefferson. Clinton
habló de una nueva tierra prometida comparándose implícitamente
con un Moisés liberador y Bush se ha referido al camino
de Jericó, atribuyéndose el papel del buen samaritano.
Quizá Clinton habló
algo más de justicia y políticas sociales y Bush algo
más de libertad y de reducción de impuestos. Pero por
encima de todos los tenues matices que pudiéramos descubrir,
Clinton y Bush pronunciaron el mismo discurso y blandieron
un mismo objetivo fundamental: la defensa de la unidad
nacional sobre la base de unos valores compartidos.
Servicio a la nación,
construcción de una única nación, coraje nacional, compromiso
nacional, compasión nacional, voluntad y carácter nacional,
grandeza nacional... Hasta doce menciones explícitas
a la nación y un sinnúmero de referencias a otros sinónimos
para hablar de lo mismo acercaron hasta el calco al
presidente entrante con el presidente saliente. Y es
que ambos, como no podía ser de otra manera, son dos
nacionalistas radicales, comprometidos con la defensa
no menos radical de lo que cada uno considera que es
el interés general de su nación.
Precisamente, uno y
otro ganaron las elecciones no por demócrata o republicano,
sino por convencer al pueblo norteamericano de que la
política demócrata primero o la republicana después
serían mejores para el interés general de la nación.
Y ambos saben que el éxito de cualquier proyecto político
se sustenta en la fuerza de la solidaridad y de compromiso
que pueda ser capaz de dar ese sentimiento de pertenencia
a una misma nación.
Lo dijo Bush el pasado
sábado: la nación es una promesa de civilidad, coraje,
compasión y voluntad. De una civilidad que no es una
táctica o un sentimiento, sino la apuesta decidida a
favor de la confianza y en contra del cinismo, a favor
de la comunidad por encima del caos. De un coraje que
sirve para definir el bien común. De una compasión que
debe traducirse en compromiso con los desesperanzados.
De una voluntad para que cada uno contribuya responsablemente
a lo nación, a la comunidad, cumpliendo sus deberes
democráticos.
Pues bien, a pesar de
la claridad del brillante discurso de Bush, igual como
en su día lo había sido el de Clinton, no he sabido
ver destacada en ninguna información, análisis o comentario
la verdadera y profunda dimensión nacionalista de tales
ideas.
No me extraña. En este
país -me da igual que piensen en el país de aquí, el
país de más allá o los dos juntos, que para el caso
es lo mismo- se vive una verdadera esquizofrenia conceptual
a propósito del término nación y nacional. La exacerbación
del carácter nacionalista de la política de unos es
paralela a la neurótica ocultación de la dimensión nacionalista
de la política de los demás. El Gobierno de España se
regocija en sus leyes de Extranjería y en poner límites
estrictos a una inmigración -que por otra parte resulta
que necesitamos-, pero no se siente por ello nada nacionalista.
Aznar dice que ya ha llegado la hora de hablar de España
sin complejos, pero parece ser que eso no tiene nada
que ver con el nacionalismo. Al PSOE se le exigen, y
acepta, las máximas lealtades nacionales, pero a nadie
le parece que se trate de un compromiso nacionalista.
Mayor Oreja puede decir ante historiadores nacionales
serios que los mitos nacionalistas vascos, catalanes
o gallegos son historietas, mientras que los mitos nacionales
españoles son verdades históricas. Quizás como la de
la exposición del Centro Cultural de la Villa de Madrid,
que vi anunciada durante un vuelo de Iberia en la revista
"Ronda", sobre las respuestas que los artistas
-nacionales, por supuesto- han dado a los "problemas
existenciales" de "nuestros" supuestos
dos mil años de historia de España. Bendito cielo ¡imagínense
a los artistas ibéricos del año primero intentando dar
respuestas existenciales a la españolidad de España!
¡Vaya verdad histórica! Y, en fin, el Rey opina que
hay que reforzar lo unitario por encima de la autonómico,
pero tampoco a nadie se le ocurre considerarlo no sólo
como un defensor, sino un emblema del nacionalismo español.
Ante tal ausencia de
nacionalismo español, confirmada cada día de manera
pertinaz por la información que clasifica el mundo político
entre nacionalistas y no nacionalistas, dada con una
unanimidad casi total por los distintos medios de comunicación
-quizá en lo que es su única unanimidad-, no es raro
que el paroxismo nacionalista de los líderes norteamericanos
pase inadvertido. Y es que sólo la obviedad políticamente
naturalizada por el ejercicio efectivo del poder, sólo
la realidad que puede ocultarse en el hecho de estar
dada por descontado gracias a los mecanismos estatales
de coerción simbólica, puede ser vivida de manera radical
sin ser descubierta.
Negando el carácter
nacionalista de toda política nacional, y muy especialmente
de la que está avalada por los poderes estatales, se
consigue no sólo ocultar la verdadera, aunque legítima,
coacción nacionalista, sino que se niega la legitimidad
de cualquier proyecto político que plantee la posibilidad
de otros nacionalismos que no sean el ya constituido.
Así, se evita discutir en igualdad de condiciones -entre
nacionalismos distintos- y se envía a los infiernos
de lo perverso a los que sólo pueden sobrevivir si declaran
abiertamente lo que son: nacionalistas como todos los
demás.
Dicho de otra manera:
el verdadero nacionalismo español de nuestros políticos
-incluido el de algunos regionalistas catalanes o vascos-
y de nuestros medios de comunicación consiste en darlo
por supuesto, y en consecuencia, en hacerlo invisible.
De esta forma, cualquiera
puede contar con dos mil años de nación con problemas
existenciales sin que le caiga encima la sospecha de
alguna academia de la historieta nacional ni la campaña
de ninguna Brunete mediática. ¡Qué envidia!
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